Por: Dario Martínez Batlle
Todos los canales de televisión tienen noticieros que compiten
fieramente por “informar” con la mayor cantidad de morbo posible. Hay una
caterva de periódicos en todos los formatos, vendidos a cualquiera de los
colores del dinero. La radio tiene demasiados programas de opinión y los
famosos “interactivos” no son más que una pasarela de vainas deprimentes que
taladran permanentemente el alma del país.
Todos trabajan sin descanso por ser “los más objetivos” (como si la
objetividad se dosificara, cuando en realidad se tiene o no se tiene), los más
ágiles, los más completos… los más eficientes en sembrar intranquilidad, los
más puntuales a la hora de servir un buffet de desencanto. ¡No me jodan! Estamos
jartos de malas noticias.
Por eso, Mil Historias hace falta. Un programa sin igual y sin
competencia en el lodazal de malas noticias en el que navegamos como socie…
como suciedad cada día.
Cualquiera que haya visto un solo episodio de Mil
Historias da fe de que cuando suben los créditos está sonriendo, quizás con una
lagrimita a punto de saltar de un ojo. Cada programa cumple un objetivo básico:
Mueve nuestras almas. Las sacude. Es como si en medio de todo el hedor
informativo nos soplaran un perfume de positivismo, de que sí se puede…
Nada se parece a Mil Historias. Claro, hay programas muy buenos, que dan
testimonios, que hacen muy buenas entrevistas, que educan e informan como
deberían ser todos. Pero Mil Historias es mucho más que eso. Créanme, es mucho
más.
Cada lunes por varios años, Judith Leclerc llegaba a nuestras pantallas
de televisión con una oferta informativa absolutamente insólita. Nos traía
buenas noticias, finales felices, sonrisas y buenas lágrimas contadas en
primera persona de gente normal, sin apellidos ni fama, tan iguales como el más
igual de quienes mirábamos de este lado de la pantalla.
Dario Martínez Batlle
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