Por. Cesar Medina
Parece una frase loca, un disparate, una
barrabasada, pero no creo que haya mejor forma de describirlo: Hipólito
no es como es...
Nada que ver esa agresividad que proyecta y esas
barbaridades que dice con el hombre tímido y retraído que se detiene en
el camino a ver aletear las mariposas, que se remanga el pantalón para
cruzar el rio con el ancianito a “calitomé” o que entra al humilde bohio
del campesino como si llegara a casa.
Lejos está el candidato
impulsivo del secretario que llora con el agricultor la perdida de la
cosecha por un violento ventarrón o por el auspicioso yucal devastado en
cuestión de horas por una invasión del gusano de flota.
Es como si hubiera dos Hipólito en uno...Hipólito el bueno, Hipólito el malo.
Irreconciliables uno y otro. Y, obviamente, contradictorios.
El bueno es el mejor amigo, solidario, familiar, tierno, amoroso, discreto, de incomparable calidad humana...
El otro es arrogante, prepotente, engreído, todopoderoso, malapalabroso y malhablado.
Dice cualquier cosa...A cualquiera, en cualquier sitio.
Son dos personajes en uno.
Porque
el Hipólito que es tiene que desdoblarse en el Hipólito que no es. Es
la única forma en que pudo convertirse en líder y llegar al poder.
Porque sólo esos resabios, esas truculencias y esos atisbos de
intolerancia le permiten ocultar su incapacidad para ocupar un cargo
para el que nunca se preparo: ser Presidente de la República.
Se lo advertí
Estoy seguro que jamás lo reconocerá, porque el falso Hipólito no puede admitir esas cosas. Pero fui el primero en observar esas condiciones tan especiales de líder que eran consustanciales a su personalidad.
Estoy seguro que jamás lo reconocerá, porque el falso Hipólito no puede admitir esas cosas. Pero fui el primero en observar esas condiciones tan especiales de líder que eran consustanciales a su personalidad.
Carismático,
conversador impenitente, entregado, sincero, espontáneo, cariñoso,
humilde, perspicaz, sabichoso y un auténtico campesino con escuela.
Desde muchacho Hipólito mostró esas condiciones excepcionales de líder en todos los grupos en que participaba.
No
bien llegó al internado del Politécnico Loyola en San Cristobal, los
demás internos y externos de su clase lo asumieron como jefe del grupo.
En
poco tiempo se había ganado el cariño del Padre Mendía, Prefecto de
Estudios. Y de ahí la distinción del Padre Arias, el cura más recto,
organizado y meticuloso de la Orden de Jesús, y a quien todos los
estudiantes temían. Hipólito era el mejor jugador de tenis de mesa y de
los mejores de la selección de voleibol y baloncesto.
Al año, era el líder del colegio, y el mejor en la escuela de Agronomía.
Al graduarse dejó sus huellas en el Loyola. Y miles de amigos.
Pero seguía sin saber que tenía un don muy especial.
Ya
en el ejercicio de la Agronomía se especializó en la producción de
tabaco y retornó a Santiago. En poco tiempo era ya el subdirector del
Instituto del Tabaco y fundó la Asociación Nacional de Profesionales
Agrícolas y fue su primer presidente.
Contrario a la mayoría de
los jóvenes de su época, Hipólito nunca fumó ni bebió alcohol. Y casó
jovencito con su novia de siempre, de su mismo campo, Gurabo, Rosa
Gómez, con quien formó una linda familia de cuatro hijos, dos hombres y
dos mujeres.
¿Ese masacote...?
Su grave error fue no percatarse de su potencialidad y no hacer el esfuerzo para prepararse para los compromisos del futuro. Hipólito jamás tuvo vocación por la lectura y ni siquiera se ocupó por conocer la literatura clásica que se impartía en la escuela hostosiana.
Su grave error fue no percatarse de su potencialidad y no hacer el esfuerzo para prepararse para los compromisos del futuro. Hipólito jamás tuvo vocación por la lectura y ni siquiera se ocupó por conocer la literatura clásica que se impartía en la escuela hostosiana.
Como estudió en el Loyola, un
instituto vocacional, nunca recibió esa asignatura acádemica, y no se
obligó nunca a sí mismo a conocer los textos avanzados de historia,
literatura o de economía.
Mientras le acompañaba en su gestión
como secretario de Agricultura, a partir del 1978, le recomendaba la
lectura de algunos textos y mientras viajabamos por el interior le
instaba a que aprovechara para leerse algún buen libro. Pero el preferia
ir observando el verdor del paisaje y cómo iban las plantaciones
agrícolas.
Recuerdo que una vez, camino al Sur Profundo, le dije:
Hipólito, con el liderazgo que tienes en el campo algún día podrías
llegar a ser Presidente de la República....Preparate, lee, estudia...
¿Tu crees que yo me voy a alocar pensando en eso...? Yo no pierdo mi tiempo.
Y
cuando a mi regreso de un viaje de estudios a Ecuador le traje el
clásico “Los Siete Tratados”, obra completa de Juan Montalvo en edición
de lujo de 1,400 páginas, Hipólito me respondió: ¿Y qué voy a hacer yo
con ese masacote de letras...? Lo recogí otra vez y hoy lo tengo en mi
biblioteca.
Por eso hay un Hipólito que dice hoy una cosa...Y otro que sale al día siguiente a recogerla...
Como lo de la deuda vieja y la deuda nueva.
Porque
las salidas improvisadas producto de la incosistencia de las ideas,
resultaban graciosas cuando nadie sabía que detrás de ellas se escondía
una incapacidad que atentaba contra la estabilidad del país.
A
Hipólito, desafortunadamente, no hay que tergiversarle nada. De hecho,
él se tergiversa sólo. Porque es una negación de sí mismo.